La duda

   Tengo una duda metida en el bolsillo. Lleva años allí, va conmigo a todas partes. Me picotea los dedos cada vez que quiero sacar un cigarrillo y me roba las monedas y me rompe los poemitas garabateados.
   Debo confesar que la odié desde el primer día y que cada vez que quiso salir del bolsillo, yo traté de matarla: la ahogué en whisky, a veces también la quemé con cigarrillos. Y de haber tenido cuello, bueno, seguro la habría ahorcado.
   Pero lo cierto es que fue imposible asirla por ningún lado. Vulnerarla, penetrarla, desarmarla, fue como ponerle un gorro a una serpiente. Fue humillante. Todos mis embates no fueron más que alimento para sus partes que crecieron impúdicas y degeneradas. Todos mis intentos fueron reducidos al absurdo de empujar la roca de Sísifo.
   Y creció tan grande, tan desproporcionada que, por presión intrínseca y efecto reversible, terminé yo engullido en su bolsillo, mendigando por algunas migas, picoteando su entrepierna.

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