Los pájaros y yo

   Ya desde hace tiempo que sufro de una grave afonía. Debo admitir: el que no tenga voz se me antoja un cruel desplante. Pero por suerte encontré un remedio excepcional y, gracias a él, por momentos vuelven a escapar de mí algunas expresiones guturales. Me meto pájaros en la boca, sí, vivitos y coleando me los meto.
   Apenas comienza a crecer el día me levantó de la cama y, con las manos temblando, sacó un pájaro de una de las muchas jaulas desparramadas por el jardín. Las más de las veces es una severa calandria, otras, una estúpida paloma jacobina. si bien no hago distinciones, tengo predilección por el pequeño mirlo: su textura es suave y entra en mi boca a sus anchas. Distinto es el carpintero, por ejemplo, que me deja la garganta rasposa, como de corteza serrina me la deja. O el gran pinzón, que al ser víctimas de pruebas de laboratorio, me recuerdan a los días en que yo bebía.
   Es una tortura para las pobres aves. No puedo ni quiero negarlo. La mayoría de las veces salen tan salivadas de mi boca que les cuesta un tiempo volver a volar. A veces pienso lo que deben extrañar el olor frugal de las albas, la luz rosada del sol matinal. Cuán distintas se deben sentir entre mi aliento fétido y dientes amarillos.
   Pero lo cierto es que hay algunas, las más valientes, las de armas tomar, que se resisten: se orinan en mi boca, me picotean el paladar, me rasguñan la lengua con sus garras y me introducen plumas en el esófago. No puedo culparlas, lo entiendo.
   Pero me gustaría decirles que nada de lo que hagan podría servirles nunca. Tienen que entender que - así yo - hasta puedo cantar, aunque sea con voz de búho en medio de la noche cerrada por el bosque, con voz de traqueteo lejano de tren – track track track –
   Y eso para mí, bueno, eso para mí ya es mucho. Por eso, digo, con un pájaro en la boca, digo, estoy dispuesto a seguir con esta terrible cura, hasta que las aves coman de mi carne, hasta que se de vuelta la tortilla.

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